He sido feliz, pasado.
Nadie suele referirse a la felicidad en presente; quizás no somos conscientes de cuándo vivimos experiencias gratificantes hasta que ya han pasado.
Por eso perseguimos y anhelamos la felicidad, esas emociones que se despiertan y fecundan momentos que podrán ser recordados en conjunción con lo que vivimos, observamos, escuchamos e incluso olemos en tales situaciones.
Nuestro cerebro es una máquina implacable y perfecta cuando se trata de recurrir a su disco duro llamado memoria, y a los ficheros que la hacen funcionar: los recuerdos que nos dejaron huella. Ya no existen.
De hecho, lo único que existe es el milisegundo presente, que se va entrelazando con el siguiente.
Madurar significa desprenderse de la necesidad de emociones intensas. No hablo de experimentar lo prohibido, sino de vivir más: saciar la curiosidad y descubrir nuevos lugares, personas y sensaciones que nos ofrezcan más y mejor.
Madurar también es aprender a desprenderse y desapegarse, de lo físico y de las cosas. Para alcanzar la plenitud y la satisfacción, hay que hacerlo con poco equipaje. Ir a donde sea, pero ligero.
La filosofía oriental se basa, en gran parte, en esto. Vivimos tiempos de falsa opulencia, superficialidad y escaso conocimiento.
El scroll se ha convertido en la nueva droga global, capaz de darnos y quitarnos tanto —o más— que muchas sustancias.
Son hábitos tremendamente difíciles de romper, porque están profundamente implantados en todo.
¿Sigues acumulando cosas que apenas usas? ¿O prefieres coleccionar momentos y experiencias?
¿Qué viaje llevas tiempo postergando? ¿Qué te impide hacer esa llamada para volver a escuchar una voz que extrañas?
¿Qué forma de felicidad quedará enterrada cuando ya no estés?