El mundo no es nuestro hogar: 2 de 2
No podemos confiar en la naturaleza. En la entrada anterior no pusimos a nuestros cohabitantes de la Tierra, todos los demás animales, como un riesgo.
Somos el mayor depredador y no nos suponen peligro; los tenemos totalmente domesticados.
La única forma de reducir la incertidumbre, tanto a nivel personal como a nivel de nuestra especie, es únicamente mediante el saber y el conocimiento.
Desde las lanzas hasta las vacunas, el ser humano ha transformado el mundo en el que vive. Implantando la agricultura como medio masivo de forma organizativa, evitó morir a sociedades enteras, al igual que la medicina pública ha avanzado hasta lo que es hoy.
Las migraciones del campo a la ciudad han amplificado el progreso, reduciendo la desigualdad y aumentando las oportunidades socioeconómicas para la mayoría de nosotros, pasando cada vez a una más arraigada clase media.
A nivel político, las democracias reducen la violencia interna y amplían las relaciones diplomáticas con nuestros países vecinos.
El progreso ha llegado tan lejos que, en los últimos años, los periodos necesarios para ver revoluciones técnicas —como Internet y la sociedad de la información, la informática, el vehículo privado y ahora la inteligencia artificial— son cada vez más cortos. Surgen tecnologías que ponen en peligro el orden establecido, obligándonos a avanzar hacia la próxima.
La prosperidad es el hueco que existe entre un salto cualitativo y otro, siendo la ciencia el vehículo por excelencia del saber humano en nuestra lucha por conocer las leyes del cosmos.
El estancamiento, por tanto, y la complacencia, regresando a vivir a supuestos “modos de vida naturales”, únicamente nos condenarían no a vivir en armonía, sino a morir en masa.
Conquistar otro planeta, haciéndonos una especie interplanetaria donde poder luchar contra fenómenos como los asteroides o meteoritos, no es ciencia ficción, sino el camino que nos queda por recorrer mientras seguimos atónitos buscando una respuesta a la paradoja de Fermi.