Dicen que el mar nos llama.
La atracción que ejerce sobre nosotros no se busca, se siente. Y es esa autenticidad en las sensaciones lo que nos hace volver una y otra vez a su inmensidad.
Si eres afortunado de vivir junto al mar, de respirar el aire húmedo y salado que sus vaivenes nos regalan en sus mejores brisas, enhorabuena.
Pero el mar no busca.
No corre detrás de nadie.
No grita.
No presume.
No se desespera.
Simplemente está.
En paz, y también bravo.
Inmenso, profundo y libre.
Y con eso basta para que recorramos lo que haga falta solo para estar a su lado.
La atracción funciona igual.
La seducción es un arma que hay que comprender y habitar para ejercer su poder. Y cuando la ejerces con éxito, se vuelve adictiva.
No todos tenemos la naturalidad de dominarla, así que hemos tenido que estudiarla y aprenderla… a base de rechazos.
Yo voy buscando el “no”. Un rechazo a tiempo, a veces, es lo mejor que puede pasarte en este juego.
Para atraer de verdad a otra persona, hay cualidades que pesan más que cualquier técnica: la honestidad, la vulnerabilidad y el valor propio.
De nada sirven las fórmulas enlatadas que tantos “coaches” ofrecen para perseguir a otros. La seducción no va de perseguir, sino de provocar un deseo sincero de acercarse.
El carisma se entrena. Como todo.
No hay que nacer con él.
De hecho, nadie lo posee de forma innata.
Mantener una conversación fluida no es ciencia nuclear. Basta con hacer preguntas que nazcan de un interés genuino.
Siempre que conozco a alguien nuevo, puedo conversar durante días sin aburrirme… ni aburrir. Porque no hay nada más buscado —por todos— que una conexión. Y una conexión no se fuerza.
El mar no intenta ser otro.
No pretende gustar.
Es frío o cálido según la estación.
Calmo o violento según el viento.
El mar no pide permiso para existir como es.
No se disculpa por haber cambiado.
Y ese poder —auténtico, libre, real— me lo enseñó el mar. Solo por haberme fijado en él.
La verdadera seducción no nace de la necesidad.
Nace de la abundancia.
No busca aprobación, porque ya se siente suficiente.
No mendiga atención, porque ya se respeta a sí misma.
La atracción no se fuerza. Se permite.
Y yo que actúo como el mar,
A veces profundo.
A veces impredecible.
Presente y coherente conmigo mismo.
Sumando mis fortalezas sin estar lejos de mis bajezas.
Consciente, pleno y vulnerable.
He aprendido a habitar en mi propia soledad, sin quejarme de a dónde pude llegar, abrazado en el camino, con y hasta, mi querido océano.

